Rodar siempre me ha resultado divertido. Bien es cierto que de los cortometrajes que hice siempre estaba o delante de la cámara o era el guionista, con lo cual cuidaba que el imbécil del director no destrozara las frases que yo había escrito con tanto empeño. El imbécil del director solía ser mi mejor amigo, con lo cual era el doble de difícil trabajar con él. La seriedad era nula y las disputas constantes. Sin embargo, estaba ansioso durante la semana porque llegara el viernes y ponernos a grabar en mi casa o en algún bar que nos prestaran. Era sumamente divertido por varios motivos: allí estaban las situaciones que yo había visto en mi mente, puede que los actores no se adecuaran al personaje o los planos no eran tal cual yo los había pensado, pero era innegable que aquello estaba sucediendo; por otro lado, me encantaba ver como la cámara mentía, los actores mentían, el director mentía, yo mentía. Eramos una panda de charlatanes. Rodábamos desde aquí, parábamos todo y rodábamos desde allá. Y a la hora de montar todos los planos se encadenaban en una sucesión lógica. Mi mente no me decía: "eh, esto no tiene sentido, como voy a ver la misma escena desde dos lados distintos". Sino que disfrutaba. Y entonces sentía que hacía cine.
Esto es exactamente lo mismo. Nos inventamos unos personajes y una historia que, al menos en este capítulo, está parcialmente contada. Después nos buscamos unos actores. Y en dos días teníamos todo listo. Mentimos como cosacos. Jugamos con el tiempo. Y lo más divertido, llevamos a los actores al limite del barranco, porque al ver la caída que les esperaba, también veíamos la nuestra.
Y mañana... "De cómo ser lesbiana sin que se de cuenta tus padres. Las sutilezas se nos dan que te cagas."
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